Las Aventuras de North y Route
El rugido profundo y melódico del bicilíndrico en V de su Kawasaki Vulcan 1600 Classic Tourer era la banda sonora de la vida de Javier.
A sus cincuenta y pocos, con el pelo corto, más bien escaso por la zona frontal y una barba cuidada entre rubia y cana que le daba un aire reflexivo, Javier era un hombre normal con una pasión extraordinaria: las carreteras cántabras y su fiel montura, «La Dama Gris».

Cada fin de semana, organizaba rutas con su pequeño grupo de amigos, descubriendo rincones escondidos y disfrutando del aire fresco que acariciaba su rostro tras su moto.
Pero en su corazón, un recuerdo persistía, un eco de una conexión especial que se remontaba a unos años atrás.
Fue en «La Ola Brava», un animado bar de la costa cerca de Castro Urdiales, donde Javier presentó a su dueña, un proyecto para lograr que colaborara por organizar una concentración motera en un lugar cercano.
Allí conoció a Lucía.
Su bobber negra como la noche, una montura espartana y elegante, había capturado su atención al instante. Pero fue la mujer que la montaba la que realmente lo deslumbró.
Lucía tenía una presencia magnética, una mezcla de fuerza y misterio que la hacía única.

Sus encuentros después de aquel momento se habían limitado a cafés esporádicos y alguna que otra vuelta en moto.
Compartían risas, anécdotas y una evidente pasión por la carretera, pero Javier, un hombre algo reservado, nunca se había atrevido a cruzar la línea de la amistad.
Un día, Javier finalmente reunió el valor para invitar a Lucía a algo más que un café.
La ocasión perfecta surgió cuando su antiguo club motero organizó un evento de fin de semana en un hotel balneario de un pueblo de Valladolid.
Era una oportunidad para compartir su mundo con ella, lejos de la rutina habitual.
Llegaron al hotel ya entrada la noche. El edificio antiguo, con sus largos pasillos y luces tenues, tenía un aire ligeramente misterioso.
Al entrar en el comedor, donde los miembros del club ya estaban cenando y disfrutando de la velada, una sonora ovación los recibió.
Las caras sonrientes y los aplausos hicieron que Lucía se sonrojara ligeramente, mientras Javier sentía un orgullo cálido al presentarla a sus amigos.
Para llegar a su habitación, tuvieron que recorrer un pasillo largo y solitario, iluminado por apliques de pared que proyectaban sombras danzantes. «Esto me recuerda un poco a ‘El Resplandor’,» comentó Lucía con una sonrisa traviesa, haciendo que Javier riera.
El fin de semana resultó ser un éxito rotundo, lleno de camaradería, rutas por los alrededores y muchas risas compartidas.
Javier sintió que, por fin, la barrera entre la amistad y algo más comenzaba a desvanecerse.
De vuelta en Cantabria, la relación entre Javier y Lucía había tomado un nuevo cariz. Fue entonces cuando, en una de sus primeras rutas tras el viaje a Valladolid, surgieron los motes que los definirían como dúo: North Route.
Lucía, impresionada por la capacidad de Javier para descubrir rutas espectaculares y crear experiencias inolvidables, comenzó a llamarlo cariñosamente Route (Ruta).
Para Javier, Lucía era mucho más que eso. Su presencia era como una estrella polar en su vida, su «North» (norte) particular, la cual brillaba solamente con su presencia y el cálido centellar de sus ojos marrones. Se había convertido en su inspiración, la guía que encendía su imaginación y lo dirigía hacia nuevos horizontes. Por eso, la apodó North.
Las ideas de Lucía por descubrir nuevos lugares y explorar rincones inexplorados de la península inspiraban constantemente a Javier a buscar esas nuevas experiencias en moto.
Juntos, como North Route, exploraban Cantabria con una conexión cada vez más fuerte.
Un sábado, mientras exploraban una ruta poco conocida cerca de Liébana, Javier se detuvo junto a una antigua casona de piedra, casi oculta por la vegetación.
«¿Conoces este lugar?» preguntó Javier, sintiendo una extraña vibración en el ambiente.
Lucía frunció el ceño, observando la fachada cubierta de hiedra. «Me suena de alguna leyenda… algo sobre un tesoro escondido y una maldición.»
Intrigados, se acercaron a la casona. La puerta de madera, carcomida por el tiempo, cedió con un leve empujón.
El interior estaba oscuro y polvoriento, pero aún conservaba restos de una antigua grandeza. Mientras exploraban las habitaciones, Javier encontró un pequeño objeto de piedra tallada, oculto bajo una viga caída. Tenía una forma grotesca, con un solo ojo prominente y una expresión malévola.
«¿Qué es esto?» preguntó Javier, sintiendo un escalofrío al tocar la piedra.
Lucía palideció. «¡Es un amuleto del Ojáncano! Una criatura terrible de nuestra mitología, un gigante tuerto con una fuerza descomunal y un espíritu maligno. Se dice que sus amuletos traen mala suerte y desgracias.»
A partir de ese momento, una serie de extraños sucesos comenzaron a ocurrir. Pequeños accidentes, averías inexplicables en sus motos, encuentros con animales salvajes en lugares inusuales. Javier, escéptico al principio, comenzó a preocuparse. Lucía, más conocedora de las leyendas cántabras, estaba cada vez más convencida de que el amuleto había traído consigo una influencia negativa.
Decidieron buscar la ayuda de un anciano del pueblo, conocido por su sabiduría y su conocimiento de las tradiciones locales. Don Manuel escuchó atentamente su historia y examinó el amuleto con una mirada seria.
«Este objeto,» les dijo con voz grave, «ha sido impregnado con la energía del Ojáncano. Para contrarrestar su influencia, deben encontrar un objeto sagrado, un símbolo de protección de nuestra tierra, y llevarlo al lugar donde encontraron el amuleto.»
La búsqueda los llevó a recorrer ermitas antiguas, a hablar con pastores y a consultar viejos libros de historia local. Finalmente, descubrieron la leyenda de una pequeña cruz de madera tallada en un roble sagrado, escondida en una cueva cerca de los Picos de Europa. Se decía que esta cruz había sido bendecida por una antigua sacerdotisa para proteger a los caminantes de los peligros de la montaña.
Juntos, Javier y Lucía emprendieron una nueva ruta, esta vez con un propósito diferente. La belleza imponente de los Picos de Europa los rodeaba mientras buscaban la cueva legendaria. Tras una ardua búsqueda, la encontraron, y allí, en un pequeño nicho, estaba la cruz de madera, sencilla pero con una aura de paz palpable.

Con la cruz en su poder, regresaron a la casona abandonada. Siguiendo las indicaciones de Don Manuel, colocaron la cruz en el mismo lugar donde Javier había encontrado el amuleto del Ojáncano. Al instante, una sensación de calma invadió el ambiente. Los extraños sucesos cesaron. Sus motos volvieron a funcionar sin problemas, y la mala suerte pareció desvanecerse.
El misterio del amuleto del Ojáncano no solo los había puesto a prueba, sino que también había profundizado su conexión. Habían enfrentado juntos un peligro invisible, confiando el uno en el otro y descubriendo la fortaleza de su incipiente amor.
En un alto en el camino, mientras disfrutaban de una tranquila puesta de sol desde los acantilados de Gerra, Javier tomó la mano de Lucía.
«A veces,» dijo con una sonrisa aliviada, «nuestras carreteras nos llevan por caminos inesperados, incluso a enfrentarnos a leyendas antiguas.»
Lucía le devolvió la sonrisa, sus ojos brillando con complicidad. «Y a veces, esos caminos nos unen de formas que nunca imaginamos.»

El rugido de sus motores custom se mezclaba con el sonido de las olas, una melodía de libertad y amor, ahora fortalecida por la aventura y el misterio que habían compartido. Las carreteras cántabras, testigos de su pasión por las motos, también se habían convertido en el escenario donde su historia de amor, salpicada de mitología y superación, continuaba escribiéndose con cada kilómetro recorrido juntos.
Por Uge Consuegra
