Cap. 3.- Los ecos de la Pirámide de los Italianos.

El Misterio del destino Perdido

El sol de una calurosa mañana de agosto comenzaba a calentar el aire en Hoznayo, donde la Vulcan de Javier y la bobber negra de Lucía se preparaban para una nueva ruta.

Hoy, el destino era el majestuoso pueblo leonés de Riaño, pero primero harían una parada en el Puerto del Escudo.

«Hoy vamos a coronar la Pirámide de los Italianos», anunció Javier con una sonrisa, ajustándose el casco mientras el numeroso grupo se reunía. «La historia es interesante, y las vistas prometen mucho».

Lucía levantó una ceja con una sonrisa enigmática. «Prometen mucho, pero las historias que corren sobre ese lugar son para valientes».

Entre la caravana de motos, destacaba la BMW radiante de Fran, el ‘juguete‘, cuya pantalla parabrisas subía y bajaba hasta encontrar la posición perfecta. No faltaba Rocío, una mujer con fama de dura, pero de corazón leal a sus amigos.

En esta ocasión, se les unieron Vero y Miguel con su BMW algo más antigua, pero cuidada al detalle. Quedamos con ellos en un área de servicio en la autovía A-8, para que no tuvieran que hacer el camino de vuelta hasta el lugar de salida «oficial».

La caravana de motos rugió en dirección a la N-623. El grupo, una serpiente de cromados y cuero, disfrutaba del paisaje montañoso. Hicieron una parada para desayunar en Borleña, donde Javier y Lucía se detuvieron a contar la historia de la Pirámide de los Italianos.

Javier tomó la palabra: «La Pirámide de los Italianos, oficialmente conocida como el Monumento a los Caídos Italianos, se erigió sobre lo que fue un campo de batalla durante la Guerra Civil Española. Fue un proyecto del régimen de Franco para honrar a los soldados italianos del Corpo Truppe Volontarie que murieron en la ofensiva de la Batalla de Santander en 1937. El monumento, con un estilo solemne, se construyó para albergar los restos de los 384 soldados que murieron aquí. Aunque los cuerpos fueron repatriados en los años 40, la pirámide sigue en pie, como un recordatorio de esa historia».

Lucía, sin embargo, profundizó en los detalles más oscuros. «Hay algo más. Dicen que el lugar está maldito. Hace muchos años, un autobús que transportaba a familiares de los soldados italianos a visitar el monumento sufrió un accidente inexplicable en el puerto. El autobús se precipitó por un terraplén y, aunque hubo supervivientes, muchos murieron. La causa del accidente nunca se supo con certeza. La gente en la zona susurra que las almas de los soldados, atrapadas en el lugar, no querían que sus familias sufrieran más dolor y los apartaron del camino».

Tras el desayuno, la ruta continuó ascendiendo el puerto del Escudo. A medida que se acercaban a la cima, el paisaje se volvía más duro.

La pirámide se alzaba imponente contra el cielo. Desde el alto, la vista era impresionante, abarcando el vasto embalse del Ebro.

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Al llegar, el grupo aparcó las motos y se acercó al monumento. El viento silbaba con fuerza, creando una atmósfera evocadora.

De repente, Rocío se detuvo bruscamente, sus ojos fijos en la pirámide. Varias personas, incluso un niño de unos 8 años, habían escalado hasta la cima.

«¡Qué imprudencia!», masculló Rocío con desprecio. «La gente no tiene sentido común. Es una falta de respeto total. Que no se dan cuenta de que pueden desprenderse cascotes o de que el crío puede caerse al vacío».

La tensión crecía. Rocío y el resto del grupo, no podían ocultar su mal humor, limitándose a hacer comentarios despectivos en voz baja. Afortunadamente, los imprudentes bajaron de la pirámide, ajenos al enfado que habían causado.

Mientras el grupo exploraba el exterior, Fran, Vero y Lucía se adentraron por un butrón realizado en la antigua entrada, justo en la base de la pirámide. El interior polvoriento, iluminado solamente con la luz del sol que atraviesa por la cúspide de la pirámide, olía a tierra y humedad. Descubrieron un espacio austero con mas de 300 nichos vacíos. Bajaron a un nivel inferior, más amplio, donde se creía que descansaban los restos de los oficiales.

Fue allí, en el silencio del interior, donde ambos escucharon un murmullo lejano de voces en italiano. Lucía cerró los ojos y se concentró. «Sienten… olvido. Quieren ser recordados…».

Sintieron que los lamentos venían de la pirámide misma, del lugar. Su conexión, su sensibilidad, les permitía escuchar lo que los demás no podían. La única forma de encontrar la paz para ellos, es que alguien los recuerde.

La pareja salió del interior de la pirámide con la sensación de haber vivido algo significativo.

Contaron al resto del grupo su exploración y las voces que habían escuchado. Algunos se mostraron escépticos, pero nadie pudo negar la atmósfera especial del lugar.

Con el alma más tranquila, el grupo puso rumbo a Riaño. Sin embargo, al arrancar las motos y poner los GPS, algo extraño ocurrió. Los GPS de Javier, de Fran, e incluso el de Miguel, se desconectaron de la ruta planificada y empezaron a dar vueltas. Nadie podía controlarlos.

El desconcierto fue total. Después de varios minutos de intentar reconfigurarlos sin éxito, la única solución fue dejarse guiar por las indicaciones misteriosas que les daban. Los GPS de Javier y de los demás los llevaron de vuelta a Cantabria, pasando por carreteras desérticas hasta llegar a la provincia de Palencia, donde hicieron una parada técnica para tomar un refrigerio y comprar unas deliciosas rosquillas de anís en Aguilar de Campoo.

La ruta había cambiado por completo. Los GPS seguían su camino sin posibilidad de ser reconfigurados.

Tras un largo y curioso recorrido, llegaron a un destino inesperado, pero increíblemente bueno: un bar motero junto a una playa artificial. Allí, sentados con unas cervezas y los bocatas preparados para la ocasión, el grupo por fin pudo relajarse.

Fran movía el parabrisas de su BMW, mirando a la nada. «Nunca nos había pasado algo así. El GPS nos llevó por donde quiso».

«Fue como si los espíritus de la pirámide nos hubieran desviado del camino», comentó Lucía.

«O tal vez quisieron darnos otra ruta», bromeó Javier, con una sonrisa. «Una que sabían que nos gustaría tanto como la planeada».

El grupo se miró y soltó una carcajada. A pesar del misterio, todos estaban de acuerdo en que había sido una aventura inesperada, pero fantástica.

«El destino a veces está en los desvíos», dijo Lucia, mirando a su pareja.

La tarde se convirtió en anécdotas y risas.

Habían sido desviados, sí, pero habían descubierto un lugar nuevo y una historia que nunca olvidarían.

Quizás, el misterio de la Pirámide del Escudo no era el llanto de los soldados, sino su deseo de guiar a los viajeros hacia un destino inesperado y maravilloso.